Memoria de una detención.

Boris González Arenas

En una ocasión Wilfredo Vallín Almeida, fundador de la Asociación Jurídica Cubana (AJC), comentaba que, si él pudiera disponer acerca de la preparación de los juristas, demandaría para estos el ejercicio de pasar un día en un calabozo. Sabrían qué significa una prisión antes de ejercer profesionalmente y mandar personas allí.
En eso pensé no pocas ocasiones entre los días 9 y 10 de octubre en que me tocó estar en un calabozo por disposición de ese algo, o algos, que conforman el brazo represor de la dictadura castrista.
Ya esa mañana me había sorprendido que los datos móviles de mi teléfono, la única variante que nos permite acceder a internet en Cuba, se habían esfumado tras siete días de haberlos adquirido. Era un tiempo record que no me explicaba pero que no asocié, hasta horas más tarde, a escamoteo alguno.
Hacia el mediodía fui detenido delante de mi casa, sin ninguna razón aparente que me explicaran ellos, o que pudiera yo inferir. El ritual ya me es conocido en algunas de sus variantes, un apresamiento algo brusco –nada que destacar esta vez que no fuera la reacción un poquito pasada de nerviosismo del oficial de la Seguridad del Estado-, el intercambio con unos militares disfrazados de policías, en una falsa patrulla con aire acondicionado y asiento trasero impecablemente conservado, el traslado a la estación policial, el retiro de mis pertenencias incluidas las medias, los cordones y el cinturón, además de la entrada al calabozo.
En esta variante no hubo esposas requintadas ni policías iracundos, la estación policial escogida fue la de San Miguel del Padrón, desconocida para mí, y en lugar de solitario en una celda se me confinó con otros siete reclusos, cuando mayor fue nuestro número.
No hubo interrogatorio, y el oficial al frente de los calabozos ese día, me trajo el acta de detención que presentaba como motivo de mi apresamiento el “escándalo público”. Me negué a firmarla y al tratar de argumentar mi negación, él mismo me interrumpió, cortés, afirmando que era mi derecho no hacerlo. Le apodan “el chino” y además del testimonio favorable de los internos, transmitía ser un hombre correcto en sentido general, sobre todo cuando se le contrasta con el que llegó al día siguiente al que, sin apodo, algunos llamaban de “perro”.
En las pocas horas que conviví con el “perro” las diferencias con “el chino” eran notables. No dejaba ir a buscar agua suficiente para mantener el baño limpio; cuando salieron hacia la prisión algunos de los internos de los distintos calabozos, quiso reconcentrar a los que quedamos, ambición en la que cejó, al parecer, luego de la oposición airada de algunos; en lo personal, luego de llamarme para lo que sería mi salida definitiva, me negó volver para despedirme de las personas con las que compartí por más de un día, algo muy molesto.
Los calabozos en esta estación están flanqueados por pasillos, de modo que, ni por la puerta, ni por las ventanas rejadas, puede verse el exterior. El suelo es de unas losas de granito blanco rayado por las piedras de pulir y ennegrecido hacia los extremos de la habitación. En mi calabozo tres literas de concreto se reunían en uno de sus extremos, en tanto al otro lo hacían una ducha y una taza de inodoro separados en dos pequeñas habitaciones. No había plomería ninguna, por lo que la ducha funcionaba por medio de algún procedimiento exterior que comenzaba a la hora del baño y concluía con él, y a la taza era necesario arrojarle cubos de agua para mantenerla limpia. Al parecer algunos calabozos carecían de ducha, pues presos ajenos entraron al nuestro a la hora del baño.
No había luz interior y la claridad era la que entraba por los dos costados gracias a la luz de los pasillos descritos. La falta de luz acentúa el tono lúgubre de la habitación y, sin embargo, pude ver que mi calabozo, respecto del que tenía en frente, era más iluminado. En un calabozo la claridad, la amplitud de la visión exterior, el fresco, el espacio y el silencio, son elementos preciados.
El desayuno, el almuerzo y la comida se realizan en un pequeño local por turnos. El agua que se bebe es la que sale de la pila, por lo que la hidratación puede ser de manera simultánea un acto de consumo de parásitos u otras impurezas. La bandeja no difiere de las que conocemos en las escuelas y la alimentación, sin ser la peor que he conocido, era desagradable.
Convivimos cinco presos adultos y tres jóvenes. El menor, de unos 19 años, se llama Yonatan, y el mayor pasaba, a mi entender, los sesenta y se llama Lázaro. Tres de los presos adultos habían estado en prisión, y el otro además de mí, fue condenado a un año, precisamente ese día. También acababan de ser condenados a un año los dos jóvenes. Dos de esos condenados lo habían sido por el delito de amenaza, luego de haber sido acusados por sus esposas.
Uno de los adultos, Juan Rolando, llevaba ocho días en el calabozo por no haber ido a firmar la libertad condicional. Uno de los jóvenes aguardaba la decisión sobre él, que, según su testimonio, estaba relacionado con una denuncia acerca de un teléfono celular que había ayudado a reparar y había sido puesto en “lista negra”, término que desconozco, aunque puedo suponer qué significa.
Era muy difícil escuchar en este calabozo, a la resonancia acentuada por el conjunto de paredes se adicionaban los problemas de dicción de la mayoría de ellos, sobre todo los más jóvenes. Los cubanos vamos a pasos acelerados hacia un habla ininteligible en que las palabras no tienen comienzo ni final, conforman unidades arbitrarias, y hay que estar atentos al ritmo y al volumen con que se emiten para deducir el significado, sin que sea necesario estar en un calabozo para saber de qué hablo.
Mis compañeros de celda desconocían que el diez de octubre se elegiría al presidente de Cuba, lo que quizás era la explicación de mi internamiento. Por primera vez, luego de 43 años, Cuba vuelve a tener presidente y, por alguna razón, yo parecía entorpecer el programa del evento.
Fiel a su conducta el “perro” quiso que yo firmara la entrega de mis pertenencias sin revisarlas, cosa que no me había pasado antes, pues la mayoría de sus semejantes conocen bien estos procedimientos y al menos conmigo los han respetado, sin que eso sea sinónimo de calidad humana alguna, las historias me sobran. Me montaron esposado en una patrulla, esta sí tenía por asiento trasero algo parecido a la mayoría, una extensión improvisada y tosca. Me sacaron de allí y pude ver, frente a la estación, a Adonis Milán, Oscar Casanella y Omara Ruiz Urquiola, que también me vieron. Todavía recordar la imagen de ellos me resulta placentero.
Fui trasladado a la estación policial de Regla de la que unos minutos después, hacia las tres de la tarde, salí en libertad.
Oscar, Omara y Adonis, vinieron a mi encuentro. Con ellos me fui a Guanabacoa donde Iliana Hernández estaba a punto de salir en libertad. Al parecer Iliana también molestaba a Díaz-Canel en este episodio de su largo proceso de consagración política.
Leí las publicaciones de mi esposa, unos textos breves y locuaces en su capacidad de transmitir lo único que rodeaba mi secuestro, el desconocimiento. Me comuniqué con mis hijos en cuanto salí y luego pude abrazarlos. Después vi, o me comuniqué, con muchos amigos. Hasta dos días después no pude reponer los datos móviles.
Una vecina joven a la que le pedí, mientras me esposaban el día de mi detención, que avisara a mi familia, juzgó prudente mantener distancia. Habrá pensado que algo de ella peligraba por avisar a dos mujeres, mi esposa y su mamá, y a dos niños, mis hijos.
La magnitud del horror en que viven los cubanos es sorprendente. Es un país enfermo, en que sus primeros pasos hacia la democracia deberán ser con la conciencia del tullido y la solidaridad entre antiguos contrincantes. Lo contrario será una renovación de este episodio dantesco promovido por el castrismo. Una sociedad de víctimas y verdugos, en que, a la complacencia de la chusma frente a los muros del paredón, y al frenesí de los estúpidos acomodándose con los bienes de las primeras víctimas, le sucede un despertar de ellos mismos convertidos en edredón de una nueva generación de victimarios. Así, año tras año, década tras década, hasta llegar a este espectáculo de ministros delincuentes e imbéciles honorables.

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