En 2015 se abrieron las primeras zonas de conexión inalámbrica en Cuba y en diciembre de 2018 internet irrumpió en los teléfonos móviles de los habitantes de la isla. Pese a los intentos de limitar la conectividad, la red llegó a una revolución que ha sido incapaz de reinventarse en la era digital.
contacto con su familia. Quienes fueron criticados por el discurso oficial por no quedarse para construir la utopía, ahora son el principal sostén económico de quienes permanecieron aquí. Al humor popular no se le ha pasado esa contradicción y ha retratado a los exiliados con un juego de palabras: “De traidores a traedólares”.
Con los años había ido creciendo la presión de esos cubanos por todo el mundo, unida a la que se hizo desde dentro, para poder acceder a la red y mantener una mayor comunicación entre ambas orillas. En 2015, cuando se abrieron las primeras zonas de conexión inalámbrica en plazas y parques del país, miles de clientes llenaron esos espacios para chatear, contactar parientes emigrados y disfrutar del vértigo de la conectividad.
Esa imagen de euforia colectiva contrastaba con los primeros locales que se abrieron a principios de este siglo y que brindaban servicio exclusivamente a los turistas o los extranjeros residentes en territorio nacional. Desde uno de esos sitios, ubicado en el emblemático Capitolio de La Habana, publiqué, en abril de 2007, el primer texto de mi blog Generación Y.
Ataviada con sandalias, con la mirada asombrada de quien acababa de aterrizar en la isla y suficiente crema solar para que los guardias de seguridad creyeran que venía de la lejana Europa, mascullé varias palabras en una mezcla de torpe español y duro alemán, que me permitieron comprar mi primera tarjeta para sentarme frente a un ordenador estatal y subir el post de bautismo como bloguera.
Fueron los años en que se creó y extendió un ejército de cibercombatientes prestos a llenar de eslóganes revolucionarios la zona de comentarios de los sitios críticos, atacar con pseudónimos a los opositores y difundir cuestionamientos contra la moral de los disidentes, con una rabia a la altura de un verdadero “fusilamiento de la reputación”, pero esta vez sin pasar por tribunales ni necesitar balas: un ataque a golpe de puro tuit.
Una figura que se destacó en aquellos momentos de dura batalla ideológica contra las nuevas tecnologías (TIC) fue el comandante revolucionario Ramiro Valdés, quien definió con duras palabras la relación de la generación histórica con los nuevos fenómenos que llegaban con los celulares, memorias USB y computadoras que los cubanos armaban con piezas sueltas que compraban en el mercado negro.
Internet es un “potro salvaje” que “debe y puede ser dominado”, aseguró el temido militar, cuando se desempeñaba como ministro de Informática y Comunicaciones. Aquella premisa de enfrentarse a las TIC como un enemigo y de ver a los espacios digitales como una plaza a conquistar, dominó por más de una década la actitud del gobierno hacia la red.
A los pioneros de los blogs independientes nos llovieron las acusaciones de que éramos “cibermercenarios” entrenados por la Agencia Central de Inteligencia estadounidense y en la Universidad de Ciencias Informáticas se creó la Operación Verdad para influir con la versión oficial en foros y debates virtuales. La televisión nacional nos presentó a los primeros tuiteros cubanos como la nueva avanzadilla de Estados Unidos para agredir a la Revolución.
De esa encarnizada batalla por la expresión digital salí con algunas cicatrices personales y sociales.
Ahora ya no tengo que hablar con otro acento para conectarme a internet, pero la intolerancia oficial hacia la expresión libre ha cambiado poco y el trabajo de los reporteros independientes se mantiene en el centro de los ataques de la policía política. La “plaza digital”, esa sección del ciberespacio constituida especialmente por redes sociales donde los cubanos que no pueden reunirse físicamente expresan sus ideas políticas, nos ha ayudado a contar la Cuba profunda desde la pluralidad. El acceso a la telefonía 3G ha permitido a muchos cubanos usar internet para pedir el no en el referendo de la nueva Constitución, denunciar el Decreto 349 —que limita la difusión artística— y cuestionar el método mediante el cual Miguel Díaz-Canel fue investido presidente. Pero en el parlamento, los espacios públicos y los centros de poder se sigue oyendo un solo discurso.
Sin agenda política propia, Díaz-Canel ha querido marcar una diferencia al menos estética y tecnológica con sus antecesores. El primer hombre que no lleva el apellido Castro en la presidencia del país desde hace más de medio siglo, inauguró una cuenta en Twitter y ha ordenado que todos los ministros de su gabinete hagan lo mismo. Pero el ingeniero de 58 años, elegido a dedo por Raúl Castro y los pocos octogenarios que quedan de la generación histórica, solo utiliza las redes para reafirmar la continuidad del modelo político, repetir la fraseología oficial y atacar a los adversarios ideológicos.
El nuevo mandatario usa el viejo discurso y la gastada oratoria de los Castro con nuevos ropajes: el código HTML. Pero a pesar de eso, su presencia en internet apenas puede ayudar a que los pulmones oxidados de una revolución del siglo XX cobren vida respirando el oxígeno de las nuevas tecnologías.
Jóvenes que se quejan de la calidad del pan del mercado racionado, disidentes que graban un arresto violento, pasajeros de un ómnibus que no logra dar servicio a una muchedumbre molesta por el mal estado del transporte público y la objeción en los muros de Facebook a cada palabra que dicen los diputados de la Asamblea Nacional, son algunos de los fenómenos que se están viendo desde que internet llegó a los móviles.
En realidad, el costo de la conectividad le está pasando una factura muy negativa a un gobierno que ha sido incapaz de subirse al carro de la modernidad.
El activismo crecerá con la conectividad, aunque los opositores y los periodistas independientes deberán seguir sorteando la censura. Un mayor acceso a internet, permitirá conciliar posiciones y reunirse —al menos digitalmente— en un país donde se restringe el derecho a la libre asociación. Pero, sobre todo, debilitará el control sobre la información de un sistema que comenzó tratando de cambiarlo todo y que hoy le teme a cualquier novedad que ofrezca el más mínimo cambio.