14 de octubre de 2021 por jovencuba.com – Ivette García González
La incoherencia entre discurso oficial/realidad y la certeza de que existe un «ellos» y un «nosotros», aumenta la frustración de muchos cubanos. Nunca fuimos iguales, nunca sus hijos fueron como los nuestros. Pero no sabíamos cuán hondo era el abismo. Mi generación creció bebiendo de la épica, la esperanza y los discursos oficiales. Apostamos una y otra vez y sacrificamos a nuestros hijos en aras de la entrega «revolucionaria».
La mayoría vivía despreocupada de la vida privada de los dirigentes. Entendía que estaba bien que no fuera pública y que tuvieran muchos respaldos por su seguridad y responsabilidad. Ignorábamos que el «socialismo realmente existente» que nos incorporaron generaba el fenómeno nomenklatura. Como expresara el historiador francés Jean Elleinstein en el prólogo[1] al libro homónimo de su colega soviético Michael Voslensky:
La Nomenklatura (…) no desea que se le conozca. No se asume como tal. No vive más que de noche. Odia la luz. (…) Enmascara sus privilegios. Está en contradicción total con las ideas que inculca a los ciudadanos de su país. Rara vez el pozo ha sido tan profundo entre lo que una clase dominante dice y lo que hace, entre el ideal que ella dice realizar y la realidad de su dominación. Es esto lo que hace particularmente peligrosa a la Nomenklatura y, al mismo tiempo, tan vulnerable […] Ella es nacionalista y habla de internacionalismo. Es racista y habla contra el racismo. Es privilegiada y habla contra los privilegios (…).
-I-
Nosotros depositamos una confianza extrema en el liderazgo político, cual si fuéramos feligreses. Ellos reivindicaron de la Historia únicamente lo conveniente. Así, por ejemplo, conocimos solo en parte a Martí, el Che y Fidel.
El Apóstol había advertido desde 1883 que: «Todo poder amplia y prolongadamente ejercido degenera en castas. Con la casta, vienen los intereses, las altas posiciones, los miedos de perderlas, las intrigas para sostenerlas, las castas se entrebuscan y hombrean unas a otras».
Y al año siguiente auguró que el socialismo de Estado sería «la futura esclavitud»: «Todo el poder que iría adquiriendo la casta de funcionarios (…) lo iría perdiendo el pueblo (…) De ser siervo de sí mismo, pasaría el hombre a ser siervo del Estado. De ser esclavo de los capitalistas (…) iría a ser esclavo de los funcionarios».
Ningún dirigente o maestro invocó el incómodo concepto guevariano de contrarrevolucionario:
(…) aquel que lucha contra la Revolución (…) pero también (…) el señor que valido de su influencia consigue una casa, que después consigue dos carros, que después viola el racionamiento, que después tiene todo lo que no tiene el pueblo, y que lo ostenta o no lo ostenta pero lo tiene. (…) El que utiliza sus influencias buenas o malas para su provecho personal o de sus amistades.
Y nadie, ni Fidel Castro, volvió sobre su concepto de revolucionario (1961) entendido como «(…) una actitud ante la vida, (…) ante la realidad existente. (…) hay hombres que no se pueden resignar ni adaptar a esa realidad y tratan de cambiarla: por eso son revolucionarios (…). Es precisamente el hombre, (…) la redención de su semejante (…) el objetivo de los revolucionarios».
Tampoco conocimos las alertas sobre lo que era el modelo socialista asumido. Durante esas décadas circularon obras como Rebelión en la granja y 1984, de George Orwel; La nueva clase de Milovan Djilas y Camino a la servidumbre de F.A. von Hayek, entre otras. Unas se retiraron pronto de la circulación y otras ni pudieron entrar al país.
Supimos lo que permitieron. Cuando constatamos algo de sus privilegios, dijimos que lo merecían porque lucharon, porque tenían mucho trabajo y responsabilidades. Y luego elogiábamos a los hijos que, por lo menos, no ostentaban esas ventajas.
La permisibilidad fue pasando por generaciones. Así dejamos conformarse la casta y nos convertimos en siervos. Aprendimos a aceptar las incoherencias y a callarlas para no favorecer al enemigo o dañar la imagen de la Revolución.
Hoy las evidencias pululan, pero algunos continúan justificando los privilegios de los descendientes y salvando la responsabilidad de los padres. Dicen que hacen lo mismo que otros, que eso no es la Revolución ni define al dirigente, o que no miremos esas pequeñas manchas sino la obra.
En «La historia cobra los silencios», llamé la atención sobre el hecho de que muchos no condenen el fenómeno, sino el que este salga a la luz. Prefieren que quede en los bautizos de la inteligencia popular: «los hijos de los pinchos», «los hijos de papá», «somos iguales pero algunos somos más iguales que otros», etc.
Cedimos tanto que nos vaciaron y, peor aún, dejaron desiertas y sin referentes a las nuevas generaciones. «Los nietos de la Revolución», de hace una década, incluyendo su tema musical final, es una buena muestra.
Ante nuestros ojos se formó una minoría aristocrática cuya riqueza proviene del poder político y la ascendencia, como ocurrió en Europa. Véanse en los libros mencionados: tipos de privilegios, familias extendidas, nepotismo, corrupción, lo que representa la casta y cómo se va constituyendo.
No hay que buscar al verdadero poder en el Partido, el Ejército, la Seguridad del Estado o la economía. Actores de todos esos ámbitos constituyen la nueva clase dominante.
Ni de sus hijos ni de los nuestros nació el hombre nuevo. Nacieron personas hijas de su tiempo y circunstancias, pero eso sí, muy desiguales. Los suyos han disfrutado siempre de clínicas exclusivas, casas de descanso, carreras universitarias dentro y fuera de Cuba y viajes de turismo a lugares exóticos.
No tienen escuelas especiales pero son especiales en las escuelas, no fueron expuestos en zonas de guerra de misiones internacionalistas a las que sí fueron los nuestros, ascienden vertiginosamente en las instituciones militares y, por «racionalidad política», no los desenmascaran cuando aparecen involucrados en hechos de corrupción.
Para ellos las playas y las embarcaciones de cualquier porte están listas, asimismo las mejores casas y servicios en polos turísticos; tienen autos lujosos, se mezclan entre ellos y se protegen. A pesar del bloqueo y las carencias, sus gustos son capitalistas, sin embargo, para los nuestros eran inclinaciones y desviaciones burguesas.
Aun así también emigran, pero en condiciones especiales. No tienen que huir en balsas, ni vender todo el patrimonio para costear un viaje por fronteras, selvas y mares; están a salvo de peligrosas travesías. No los verán en las interminables colas o buscando medicamentos. Tampoco reprimidos por ejercer derechos cívicos, ni en actos «revolucionarios». Todo eso es para los nuestros.
Salvo alguna excepción, no hacen política ni son muy públicos fuera de Cuba. Prefieren prosperar pasando inadvertidos y pueden entrar y salir libremente al país, lo que está vedado para muchos de los nuestros.
Hoy tienen prósperos negocios privados en Cuba y otros países, sobre todo en EE.UU. Solo cuando llegan a ese país por vía irregular —lo que pocas veces ocurre—, somos iguales: tienen que declarar persecución, pasar la prueba del «miedo creíble» y, pasado un año, también se benefician de la ley de ajuste cubano, considerada «asesina» por el gobierno de la Isla.
-III-
Para quienes creyeron que esa era la generación histórica, también el velo ha caído. Los nuevos reproducen el fenómeno. También de ellos sobran evidencias.
El problema no es de sus hijos. Es de la hipocresía y demagogia consustancial al modelo de socialismo implantado, que se sostiene creando y protegiendo a la casta y reprimiendo todo disenso.
Una clase que no rinde cuentas, que no declara su patrimonio personal, que tiene un enemigo externo al que puede culpar de todo, que controla los medios, mantiene oculta su vida privada y no precisa del voto popular; no siente compromiso más que con ella misma. Puede construir un capitalismo de la peor especie y vestirse con desfachatez de socialista para la escena pública.
El principal impacto del fenómeno es la profunda erosión en las bases sociales del gobierno, porque todo eso se hace mientras se pide al pueblo más y más sacrificios. Perdieron con esa actitud autoridad moral y confianza política de amplios sectores.
El ejemplo y la coherencia entre discurso y práctica son vitales para la legitimidad y el consenso. Después de haberlos leído y escuchado hablar tanto de ejemplaridad, contra la corrupción y el nepotismo, es imposible callar. Ni enemigo ni bloqueo, es la naturaleza del modelo la que no permite ni rozar el poder de la casta retenido hace años. Son ellos, esa nueva clase, el peligro para la nación; seremos nosotros y nuestros hijos la salvación de Cuba.