La impunidad es lo único que alcanza magnitudes tan colosales como estos delitos, quizás mayores
MIRIAM CELAYA, La Habana Tomado de 14ymedio
La prensa oficial cubana recientemente ha publicado un extenso artículo, de la autoría del periodista Lázaro Barredo, donde se aborda el tema de la corrupción en la Isla, sus disímiles formas, su propagación, la profundidad que ha alcanzado –afectando incluso instituciones públicas, altos cargos administrativos del Estado y funcionarios de diferentes niveles del sistema jurídico– y sus efectos para la economía y la sociedad.
La relación de la alarmante corruptela nacional –que también contiene ejemplos de «procesos confiscatorios» y de juicios seguidos contra varios implicados en delitos de esta índole– pretende una actualización de datos y cifras oficiales que no suelen ser del dominio público y a los que solo podrían acceder, previa autorización o encargo expreso, sujetos fieles y confiables con una hoja de servicios al castrismo suficientemente probada como es el caso de Barredo.
No obstante, los detalles ofrecidos y el pavoroso cuadro descrito no sorprenden. Cualquier cubano común está perfectamente familiarizado con la magnitud y profundidad que ha alcanzado la corrupción en Cuba puesto que forma parte de la realidad cotidiana y abarca prácticamente todas las esferas de la vida.
Tampoco causan sorpresa las omisiones en la enumeración de corruptos que presenta el texto. No se menciona, por ejemplo, a los agentes de la Policía Nacional Revolucionaria y los funcionarios del Cuerpo de Inspectores ni sus habituales prácticas de extorsión a infractores o la aceptación de sobornos, delitos que cometen con la mayor naturalidad y absoluta impunidad.
Si Barredo es cubano y quiere parecer honesto, no puede ni debe descartar el grave hecho de que la corrupción ha calado tan profundamente que socava también a las instituciones oficiales llamadas a combatirla en la primera línea de fuego.
La corrupción en Cuba es como una hidra imbatible que debe su éxito y persistencia a su doble función, aparentemente contradictoria. Por una parte corroe las bases morales de la sociedad, mientras por otra, su papel como proveedora la convierte en un recurso esencial de supervivencia en un país sesgado por las carencias y las precariedades de todo tipo.
Sin ánimo de justificar el delito ni de minimizar lo pernicioso del daño que ocasiona, la corrupción en Cuba es un mal inevitable, al menos en las condiciones actuales. No porque la población de esta Isla tenga una propensión natural a transgredir la legalidad o una voluntad espontánea de delinquir, sino porque la corrupción es un rasgo inherente al (también pernicioso) sistema sociopolítico y económico impuesto seis décadas atrás, y cuyos hacedores todavía detentan el poder político absoluto.
Este es uno de los vacíos que sobresalen del texto de Barredo cuando asegura que, a diferencia de otras naciones del mundo donde la corrupción «es causa de crisis moral y de descréditos de gobiernos y partidos», en el caso de Cuba «este flagelo se concentra en lo fundamental en la gestión empresarial y administrativa».
En el texto se da por sentada la inmaculada integridad de nuestros dirigentes, y en especial del liderazgo político, falacia que constituye también una manifestación de corrupción por parte de su autor, toda vez que entre las funciones esenciales de la prensa honesta están, entre otras, el cuestionamiento de los poderes políticos, la responsabilidad o la movilización de la opinión pública a partir del apego a la verdad.
Así, desde el discurso del autor, el Palacio de la Revolución no solo descuella como el último reducto de pureza que va quedando en la Isla sino que, además, a la cúpula verde olivo no le cabe responsabilidad alguna en el caos y la podredumbre que hoy minan el país hasta los cimientos.
Quizás esto explica el llamado a que sean las masas –a la vez víctimas-beneficiarias de la corrupción– quienes libren otra trascendental batalla en abstracto en la cual el enemigo no es –o al menos no directamente– el «imperialismo norteamericano». Ahora se trata de una subespecie mucho más peligrosa que, en nuestra propia casa, amenaza la existencia del «modelo» sociopolítico cubano.
Esta es una batalla realmente surrealista y perdida de antemano, teniendo en cuenta lo difícil que resulta imaginar –pongamos por caso– a una humilde madre de familia delatando a la revendedora ilegal que le provee leche a un precio más módico que el de las tiendas de las redes minoristas en divisas, para el desayuno de su hijo al que le han suprimido la asignación de la cartilla de racionamiento no más arribó a los siete años de edad. O que alguien decida «combatir» a punta de conciencia al especulador que le garantiza la imprescindible medicina para un familiar enfermo que falta en los anaqueles de la red de farmacias.
Las aguerridas huestes de «ciudadanos honestos» incorruptibles –esto es, una categoría inexistente– deberían enfrentar enérgicamente, según el texto, a los corruptos: funcionarios ambiciosos, cuentapropistas enriquecidos, notarios y jueces que falsifican documentos o aceptan sobornos, revendedores callejeros, comerciantes de productos del agro, dependientes de tiendas en divisas y de moneda nacional, sub-declarantes que evaden los impuestos, empleados de servicios gastronómicos, médicos que aceptan pagos, y otros etcéteras.
El recuento de bribones de Barredo (con significativas ausencias, vale aclarar) resulta casi tan infinito como las causas de la proliferación de la corrupción, que discretamente calla. Enumeremos algunas: incompatibilidad entre los salarios y el costo de la vida, oferta comercial muy inferior a la demanda de productos de consumo –desde alimentos hasta cualquier otro género–, desempleo, pobreza generalizada, freno gubernamental a la iniciativa privada y a las capacidades productivas de los ciudadanos, demonización de la prosperidad y la riqueza, alta dependencia de la sociedad respecto del Estado, centralismo excesivo, ausencia de libertades…
En consecuencia, no se precisa ser un genio para concluir que, si bien la corrupción implica a toda la sociedad, las causas de su existencia conciernen solo a quienes deciden la política del país, de manera que la solución del problema depende esencialmente de ellos.
Lástima que en Cuba la impunidad del poder político es lo único que alcanza magnitudes tan colosales como la corrupción, quizás mayores. Razón por la cual el principio del fin de la corrupción solo se producirá cuando desaparezca el sistema que la potenció y que la sostiene. Por el momento todo indica que tendremos corrupción para rato.