Sobre aquel 13 de julio se colocó una losa de silencio similar a la que las autoridades chinas han puesto sobre los sucesos de la Plaza de Tiananmen
YOANI SÁNCHEZ , La Habana | Julio 13, 2019
Los acontecimientos dramáticos de aquel verano acabaron con las últimos ilusiones de un pueblo sometido.
De ese año recuerdo la espera, era una sensación que lo llenaba todo como el tictac indetenible de una historia que estaba a punto de terminar. Más que el hambre, el calor del verano y los apagones, lo más difícil de soportar era ese prolongado paréntesis en que se habían convertido nuestras vidas. Y entonces llegaron julio y agosto de 1994. Los meses en que perdimos la poca inocencia que nos quedaba.
La noticia corrió difusa, fragmentada. «Fue allí, a la salida de la bahía», señalaban algunos residentes en mi barriada habanera de San Leopoldo, los días posteriores a ese 13 de julio en el que perdieron la vida en el mar 37 personas, entre ellas 10 niños. Al principio parecía irreal, otro rumor más de una escapada frustrada, pero poco a poco la historia comenzó a cobrar forma, supimos el nombre de las víctimas y conocimos los detalles de sus últimos minutos.
Los remolcadores Polargo 2, 3 y 5 habían hundido a la nave donde viajaban 72 personas que tenían la mirada puesta al otro lado del Estrecho de Florida. Gente que escapaba de una crisis profunda, deshumanizadora, que el oficialismo había bautizado con el «amable» eufemismo de «Período Especial en tiempos de paz»; pero que en realidad eran tiempos de deterioro material y moral, donde los hijos se iban a las manos con los padres por un trozo de pan y en los que un delirante Fidel Castro nos llamaba a «resistir y vencer» desde la tribuna.
Aquella madrugada de hace 25 años, a pocos kilómetros de la cama donde yo dormía mi sueño de apática adolescente, se desarrolló una escena aterradora que se ha podido reconstruir gracias al testimonio de los sobrevivientes. Los tres remolcadores que perseguían a los migrantes arrojaron chorros de agua a presión que lanzaron desde la cubierta a varios adultos y niños. Quienes viajaban en el remolcador 13 de marzo poco pudieron hacer para impedir la embestida.
Al principio parecía irreal, otro rumor más de una escapada frustrada, pero poco a poco la historia comenzó a cobrar forma, supimos el nombre de las víctimas y conocimos los detalles de sus últimos minutos
El mar se convirtió en un griterío a pocos metros del imperturbable faro del Morro, el mismo que semanas después volvería a ver partir avalanchas de gente, esta vez en frágiles embarcaciones. Mientras el agua entraba por las gargantas de esas decenas de personas, otras intentaban a lo largo del Malecón aliviar el calor del verano sentadas en el muro, mirando justo hacia ese mar donde ponían sus ilusiones de un futuro en otro lugar.
Después, los medios oficiales reacomodaron la historia a su antojo y culparon de la tragedia a quienes habían robado la nave y los tacharon de irresponsables. Dijeron que «el accidente» se había debido a una colisión entre el barco que huía y uno de losPolargo, versión ampliamente desmentida por testigos presenciales que refieren persecución, golpes a propósito y mangueras con agua. Granma agregó a las causas del hundimiento las fuertes marejadas, la escasa visibilidad y el propio deterioro de la embarcación.
A los militantes del Partido Comunista se les orientó atajar los rumores de la responsabilidad estatal en la acción, las Brigadas de Respuesta Rápida engrasaron sus mecanismos de represión parapolicial y sobre aquel 13 de julio se colocó una losa de silencio similar a la que las autoridades chinas han puesto sobre los sucesos de la Plaza de Tiananmen. Aún hoy, un cuarto de siglo después, la mayoría de los cubanos residentes en la Isla evita hablar del tema en público.
En los círculos de estudio, los militantes del PCC denunciaron la «nueva patraña del imperio», mientras algunos de ellos ya calculaban en cómo deshacerse del carné rojo que llevaban en el bolsillo y emigrar hacia aquel lugar donde se ubicaba «el enemigo». La mayoría de los cuerpos de las víctimas nunca fueron recuperados del fondo de las aguas y, hasta el día de hoy, a La Habana le falta un monumento que las recuerde. A pesar de su gravedad, el hecho no se estudia en ninguna clase de Historia en las escuelas de la Isla.
Sobre aquel 13 de julio se colocó una losa de silencio similar a la que las autoridades chinas han puesto sobre los sucesos de la Plaza de Tiananmen
Durante los días posteriores a aquella madrugada, los medios oficiales tampoco perdieron oportunidad para pintar la acción de los Polargo como parte de la combatividad revolucionaria que había motivado a los tripulantes de las tres naves a tratar de impedir que se robaran el remolcador. Eximieron a las autoridades de cualquier responsabilidad, ninguno de los perpetradores del hundimiento fue encausado y, en lugar de eso, su labor recibió numerosos elogios de la Plaza de la Revolución.
Con semejante complicidad y sin una investigación institucional, la tragedia se convirtió en un crimen de Estado. Especialmente porque fue usado para inducir el miedo a una población civil sobre lo que podía ocurrirle si intentaba escapar del «paraíso socialista» en que nos habían encerrado. Pero ni siquiera el terror funcionó.
Menos de cuatro semanas después estalló el Maleconazo y finalmente Castro abrió las fronteras nacionales para todo aquel que quisiera emigrar. Fueron miles y miles. Esta vez las Polargo no salieron a perseguirlos, pero muchos también murieron ahogados. Los acontecimientos dramáticos de aquel verano acabaron con las últimos ilusiones de un pueblo sometido